Creo que ya habido la moda de ver true crimes, la moda de cuestionarse la moralidad de true crimes y señalar también la de que los veían, y ahora no sé exactamente en qué punto estamos, pero personalmente sí soy un gran aficionado al género. La curiosidad por lo que se esconde tras un crimen y la fascinación por El Mal son desde luego más viejas que el hilo negro. Y, obviamente, como en todo género dentro de los true crimes los hay mejores, peores y regulares.

The Yogurt Shop Murders (4 episodios, de HBO Max) es de los excelentes. La premisa es el brutal asesinato de cuatro chicas en 1991 en Austin, Texas, pero lo que lo eleva por encima de otros es el cuestionamiento autocrítico que hace muchas veces del propio género y la introducción de elementos como la mercantilización de los crímenes (a veces por parte de las propias familias, que lógicamente ven como el fin justifica cualquier medio) o la búsqueda mediante dudosas tácticas (se habla mucho de los procesos que conducen a confesiones falsas) de un relato lógico, la necesidad de encontrar a un culpable creíble aunque no sea estrictamente el verdadero.
Hay varias líneas temporales, un documental frustrado hace años que pasa a formar parte del documental actual, reflexiones sobre el trauma infinito de quien se ve expuesto colateralmente a un drama así, y una de las cosas que más me interesó es que es también un tratado de cómo funcionan los recuerdos y la memoria, que, como se dice al principio de un capítulo, no es más que un puzzle arrojado sobre una mesa al que le faltan piezas que vamos rellenando creativamente. Que lo que no recordamos bien, nos lo inventamos, vamos, y que además eso cada vez se va convirtiendo más en un teléfono escacharrado mental y en un abismo entre lo realmente sucedido y lo supuestamente recordado.
En esta crítica de The Guardian se dice que tiene la docuserie tiene un aire lynchiano, un tópico del que tal vez se abuse demasiado, pero está tan bien argumentado, e incluso reconocido por su directora, Margaret Brown, que es difícil contradecirlo. También magnética e inquietante («I was living in a devil town, didn’t know it was a devil town») es la canción inicial que interpreta Allegra Krieger, que es en realidad una versión de una de Daniel Johnston, que era de Austin, el lugar de los hechos.
En la investigación del crimen hay varios callejones sin salida y algún que algún que otro plot twist, pero más relevante todavía es que esta misma semana (el documental se estrenó en agosto) ha salido de la noticia de que se han conocido nuevos datos que podrían llevar a la resolución, 34 años después, del caso, así que recomiendo pinchar en el enlace solamente a quien haya visto ya la serie.
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